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LUZ MARÍA ORTIZ

La médica forense ...
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Soy una mujer convencida del destino, pues estando muy joven y con mi gran deseo de estudiar cualquier cosa, excepto medicina, decidí presentarme a varias universidades, sin embargo, mis capacidades quizás estaban predispuestas para algo más grande. En 1988 comencé a trabajar en medicina legal, gracias a una llamada que recibí del departamento y me pidieron que tomara el puesto, ya que el encargado anterior se había retirado del cargo, yo sin pensarlo y sin esperar todo lo que se venía, acepte. Un año después, empezaron aparecer cuerpos que venían por el río Cauca testigos de la violencia en Colombia.

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Apenas yo ingresé, los cuerpos que llegaban a la Vereda Beltrán los sepultaban en el cementerio Monseñor Jesús María Estrada, pero allí nunca tenían en cuenta en dónde quedaban, podían estar en cualquier sitio y si sus familiares los iban a reclamar posteriormente no sabían en dónde encontrarlos, fue así como yo me di a la tarea de que esos cuerpos quedaran ubicados en un sitio especial y vine donde el sacerdote que había en la época y hable con él, le dije que yo necesitaba que me donara, no a mí, sino a los cuerpos un lote en el cementerio, para yo sepultarlos, pero que la condición era que él no los podía exhumar para sacar los restos y echarlos en la fosa común, porque yo sabía que cada uno de esos cuerpos tenía una historia, una vida y además una madre que posiblemente no tenía razón alguna sobre su hijo/a y algún día los podrían reconocer, el cura evidentemente acepto y me asignó un lote de tierra en el cementerio, para yo sepultar los cuerpos que llegaban, y así se hizo, posteriormente yo pensé, que aunque los tuviera ubicados, tenía que marcarlos y empecé a señalizar sus tumbas en una forma muy rudimentaria, con un pincel y con pinturita.

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Tiempo después, me trasladaron para Chinchiná, un municipio a una hora de Marsella, en ese momento el Consejo de Monumentos Nacionales declararon el cementerio patrimonio arquitectónico de la nación y nombraron una junta de ornamento que pintaron las tumbas, entonces los cuerpos se nos volvieron a desaparecer en el cementerio. Al regresar de Chinchina, junto a Carlos Arturo (asistente forense) nos tocó una labor dura, porque reconocieron un cuerpo y tuvimos que abrir 60 tumbas para poder encontrar ese cuerpo, yo me di a la tarea de hacer una especie de mapa donde quedaba sepultada la persona y así es como fuimos ubicando los cuerpos, hasta que llegaron unas chicas desde Bogotá, de una ONG, ellas hicieron un mapa del cementerio con las tumbas numeradas y ya posteriormente, pudimos ir ubicando los cadáveres.

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En ayuda de mi compañero Carlos Arturo Ramirez, realizabamos las necropsias, tomábamos los datos de cada persona, el color de su vestimenta, los tamaños de los tatuajes que tenían (si los tenían), el color de sus ojos, el tamaño de sus orejas, color de cabello, etc. Todo ello, al terminar el día, llegaba a mi casa y lo transcribia en la máquina de escribir, para así tener un registro de cada uno; mi esposo llego a decirme, que por qué no vivía en el cementerio, ya que la mayor parte de mi tiempo me la pasaba allá y era debido a la responsabilidad que yo sentía desde mi oficio, ayudar en el reconocimiento de estos cuerpos, yo sabía que cada uno de ellos, tenía una familia esperándolo y pensaba en su satisfacción al encontrar el cuerpo. Realmente eso era lo que me daba fuerza para seguir con la labor, aunque fuera abrumadora e impactante en la mayoría de los casos, ya que llegaban cuerpos tremendamente torturados la mayoría, eran descuartizados, los abrían y cortaban con motosierra, les amputaban, los decapitaban, los amarraban, los metían en bolsas plásticas y les pegaban cinta adhesiva, era como una sevicia, uno pensaba que esa gente tenía que estar bajo efectos quizás de la droga para hacer una cosa tan bárbara.

 

Fue muy difícil el proceso de identificar los cuerpos y realizar las necropsias, ya que en esa época, en medicina legal trabajamos prácticamente con las uñas, no teníamos nada, entonces no había necrotilia, no se sacaba una rodaja de hueso, no se sacaban muestras para ADN, no se sacaba nada, entonces cómo reconocíamos los cuerpos, de forma indiciaria. Las necropsias se hacían en el piso, no teníamos agua ni teníamos elementos de protección personal, las únicas herramientas que en ese entonces teníamos era un cuchillo y un par de piedras para abrir los cráneos, a mi me pareció horrible, porque de todas maneras yo el cuerpo lo manipulaba muy poquito, ya que Arturo era el que se encargaba del cuerpo, mientras yo escribía, entonces yo le enseñe a Carlos Arturo a utilizar guantes, tapabocas y eso yo se lo conseguí inicialmente, al principio le costó mucha dificultad acostumbrarse; también llamábamos al CTI de Pereira o a la SIJIN para que vinieran a tomar las necroatilia, pero ellos de vez en cuando venían, por ende quedaron en medicina legal unas cartitas de necroatilia hasta muy mal tomadas, pero ya en el 93, medicina legal pasó a ser nacional, entonces ya nos dieron todos los elementos de protección personal que necesitábamos, pero inicialmente no, porque antes medicina legal era departamental, entonces dependíamos de la secretaría de gobierno departamental y ellos no nos daban nada, a mi me tocaba comprar las resmas de papel, para hacer todos los protocolos de necropsia y los informes periciales.

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Don Narcés, en ese entonces era el sepulturero, el nos abría la fosa y entre Don Narcés y Arturo inhumaban el cuerpo, Arturo posteriormente hacia el mapa para lograr localizar los cuerpos, cuando vinieran quizás a reconocerlos. Fueron 549 cuerpos los que llegaron al remanso de la vereda Beltrán, por el río Cauca, de los cuales logramos identificar 181 cuerpos, que se pudieron entregar a los familiares, los restantes fueron sepultados en el cementerio Monseñor Jesús María Estrada, en el intento de darles cristiana sepultura a los cuerpos que tuvieron identidad y desde mi perspectiva debían ser tratados como personas, aun tengo la esperanza intacta en que todos se logren identificar y sean entregados a sus familias.

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